Tal y como nos hemos preocupado de exponer en nuestros artículos anteriores (1) , al abogado se le impone el deber y la obligación de la diligencia profesional. Según tiene establecido el Alto Tribunal en la sentencia de 4 de febrero de 1992, «las normas del Estatuto General de la Abogacía imponen al abogado actuar con diligencia, cuya exigencia debe ser mayor que la propia de un padre de familia dados los cánones profesionales recogidos en su Estatuto. Cuando una persona sin formación jurídica ha de relacionarse con los Tribunales de Justicia, se enfrenta con una compleja realidad, por lo que la elección de un abogado constituye el inicio de una relación contractual basada en la confianza, y de aquí, que se le exija, con independencia de sus conocimientos o del acierto en los planteamientos, diligencia, mayor aún que la del padre de familia».
Es decir, el prólogo de la responsabilidad del abogado es el mismo que el de cualquier otra responsabilidad contractual, al imponerse la obligación del cumplimiento perfecto de las obligaciones contractuales, utilizando, con pericia, aquellos conocimientos que, por razón del contrato, debe exteriorizar. Así, el cumplimiento perfecto del contrato es el que libera de responsabilidad al que lo cumple.
Para el TS, en el encargo de servicios al abogado por su cliente, es obvio que se está en presencia de un arrendamiento de servicios o locatio operarum, por el que una persona con el título de abogado se obliga a prestar unos determinados servicios. Esto es, el desempeño de la actividad profesional a quien acude al mismo acuciado por la necesidad o problema, solicitando la asistencia consistente en la correspondiente defensa judicial o extrajudicial de los intereses confiados.
Para el caso del abogado, el cumplimiento del contrato supone que éste haya utilizado con pericia todos sus conocimientos en los procesos, vías, instancias y trámites que se hayan sustanciado hasta la completa resolución del encargo. Otra cosa será la resolución final de ese encargo. Si la resolución última viene de otro órgano, difícilmente se le podrá exigir responsabilidad al abogado en relación al sentido final de esa resolución. Eso sí, habrá de haberse llegado a esa resolución con el procedimiento más adecuado posible, el que sea más acorde con el cumplimiento perfecto del contrato, y tras la aplicación por parte del abogado de los correctos argumentos de hecho y de derecho.
Esta vendría a ser una definición del deber del abogado en el contrato de prestación de servicios. El Tribunal Supremo, en sentencia de 8 de abril de 2003, define claramente la atribución de la función del abogado como la propia de elección del mejor medio procesal en defensa de la situación de su cliente, sin que deba responder de la decisión final del órgano judicial si ésta no se ve condicionada por una mala elección del procedimiento por parte del abogado.
Para el Alto Tribunal, la obligación que asume el abogado que se compromete a la defensa judicial de su cliente no es de resultados, sino de medios (como al médico), por lo que solo puede exigírsele (que no es poco) el patrón de comportamiento que en el ámbito de la abogacía se considera revelador de la pericia y el cuidado exigibles para un correcto ejercicio de la misma. No se trata, pues, de que el abogado haya de garantizar un resultado favorable a las pretensiones de la persona cuya defensa ha asumido, pero sí que la jurisprudencia le va a exigir que ponga a contribución todos los medios, conocimientos, diligencia y prudencia que en condiciones normales permitirían obtenerlo.
Pero esta exigencia no se queda en un cuidado en no perjudicar el proceso y en que su conducta no sea la causante directa de un desastre procesal. Y ello es así por cuanto, como hemos dicho, la jurisprudencia le exige al abogado la correcta fundamentación fáctica y jurídica de los escritos de alegaciones, la diligente proposición de las pruebas y la cuidadosa atención a la práctica de las mismas, la estricta observancia de los plazos y términos legales, y demás actuaciones que debería utilizar el abogado para que, en principio, pueda vencer en el proceso.
El término que define, según la jurisprudencia del Alto Tribunal, la exigencia del comportamiento del abogado en el proceso es el de lex artis. Es decir, debe utilizar la prueba circunstancial, el cauce legal, la argumentación fáctica y jurisprudencial y todo ello dentro del plazo legal.
La sentencia del TS de 3 de octubre de 1998 manifiesta que un abogado, en virtud del contrato de arrendamiento de servicios, a lo que se obliga es a prestar sus servicios profesionales con la competencia y prontitud requerida por las circunstancias del caso, y, en esta competencia se incluye el conocimiento de la legislación y jurisprudencia aplicables al caso y su aplicación con criterios de razonabilidad si hubiese interpretaciones no unívocas.
En el caso de la sentencia del Tribunal Supremo, de 8 de abril de 2003, al abogado se le condena por error profesional por la omisión de la proposición de una prueba pericial contradictoria en un recurso contencioso-administrativo que impugnaba los acuerdos del Jurado Provincial de Expropiación.
En la STS de 30 de noviembre de 2005, se considera errónea la conducta del abogado por cuanto el letrado omitió alegar que la aseguradora a la que defendía tenía un límite de responsabilidad, por lo que fue condenada a una cantidad muy superior a la máxima asegurada.
En la STS 30 de diciembre de 2002, el letrado no solicitó el recargo del 20% de intereses a cargo de la aseguradora, causa exclusiva de su no concesión. Ello, sin más, para el TS es una conducta negligente.
En la STS 7 de febrero de 2000, es imputable negligencia en jurisdicción laboral al letrado de la empresa que se limitó a reconocer la antigüedad, categoría y salario reclamados por el trabajador en el juicio laboral. Asimismo, cuando dejó decaer el derecho de su defendida a optar entre la readmisión o el pago de la indemnización de despido improcedente.
Aparece, pues, perfectamente definida la exigencia del letrado, que tiene un deber de fidelidad con el cliente y que le impone una ejecución óptima del servicio contratado, en este caso del encargo de defensa del cliente con la adecuada preparación tanto en el fondo como en la forma para un cumplimiento correcto y adecuado del servicio o encargo.
Así, pues, al ejercicio de la profesión de abogado le es aplicable la máxima jurisprudencial de que cuando una persona utiliza los servicios de un abogado reúne la condición de usuario y tiene el derecho a ser indemnizado por los daños y perjuicios que les irroguen la utilización de los servicios, a excepción sabida de los que estén causados por culpa exclusiva de la víctima.
Nada que diferenciar, pues, con el criterio general de responsabilidad objetiva por daños.
Este criterio jurisprudencial, no obstante, inicia un movimiento pendular, ciertamente preocupante, cuando se trata de resolver la controversia de la cuantificación del error de abogado.